viernes, 3 de abril de 2020

Heroísmo.

Los miércoles llego antes a casa. Mi mujer y mis niños me miran desde la ventana y me sonríen. Les saludo con la mano y entro en el garaje. Cojo el tupper con la comida del día y lo caliento en el microondas. Mientras como solemos poner videollamada y veo las caras de mi familia, solo unos pocos metros más allá, en el salón o en la cocina, pero a la vez tan distantes, tan intangibles. Los niños son pequeños pero han comprendido la situación: Papá no puede estar con ellos porque trabaja con gente que está malita y podría pegarles el bicho. No sé qué más les ha dicho su madre, pero me sonríen con una mezcla de felicidad y orgullo cuando me ven por la ventana, incluso el mayor se queda despierto algunos días para ver llegar a papá a casa. Hay ratos que también lo pasan mal, normalmente solíamos pasar muchas tardes jugando en el salón o viendo una película en el sofá por la noche hasta que se me quedaban dormidos encima. 

Las tardes que estoy en casa se me pasan rápido. Echo una siesta después de comer y cuando me levanto pico cualquier cosa. Enciendo la televisión un rato, me pongo a leer algún libro o busco entre los desordenados trastos del garaje. Entonces llegan las ocho y todos empiezan a aplaudir. Yo me tumbo en mi cama improvisada y escucho. Los aplausos de mi familia y vecinos, las canciones de resistencia y brindis, el ruido de las sirenas, todo ese despliegue de alegría momentánea empieza a conformar un sentimiento de unidad que se afianza con cada día de confinamiento. Yo solo escucho, cierro los ojos y me pregunto qué sentido tiene todo esto. Es un sentido que se ha creado con la rutina, una ilusión que ayuda a llevar la situación provocada por la pandemia, una situación inesperada, completamente contingente y absurda. Lo hacemos por nuestros héroes y heroínas, que combaten el virus. Esa frase parece justificarlo todo. Ahora soy un héroe y realmente no sé como sentirme con esta novedad. No soy hijo de ningún dios, por tanto el derecho a la heroicidad no me viene por vía divina. Tampoco he sido nunca un modelo de educación del género humano, más bien he sido un superviviente, que ha trabajado para sobrevivir y mantener una familia y que lo sigue haciendo con entereza. No estoy muy seguro de que mi nueva etiqueta vaya a darnos de comer cuando acabe esta crisis y empiece la que está por venir. A mi mujer ya le han hecho un ERTE, ella ahora se está convirtiendo en heroína por resistir en casa que la hayan echado. Y estos aplausos son para nosotros, que con heroicidad tenemos que trabajar el doble de horas para combatir una situación inesperada. Parece que es más conveniente convertirnos ahora en héroes que haber dispuesto de mayor personal y medios. Nuestra epopeya no hubiera sido tan grande, sin duda, pero al menos no habríamos visto a gente morir en nuestras narices debido a un sistema colapsado que no puede proporcionarles la asistencia necesaria. 

El silencio va recuperando poco a poco su reinado y mi embotada cabeza se empieza a relajar.  Nada cambiará cuando acabe todo esto, al menos no de forma sustancial. Seguiremos sin entendernos, la sanidad seguirá sufriendo recortes, la educación continuará sin ser igual para todos, las auxiliares volverán a ser limpiaculos, los cajeros fracasados sin estudios, las médicas gilipollas sabiondas, los maestros inútiles que hacen torres de macarrones, las profesoras gente con pocas ganas de trabajar y muchas vacaciones. Todo volverá a la normalidad. Surgirá una nueva gran preocupación, olvidaremos nuestras anteriores grandes preocupaciones, los muertos irán formando parte del pasado y el resultado de esta catástrofe se utilizará como munición que emplearán los unos contra los otros. Pero ahora somos héroes, héroes inesperados, sin recursos, héroes trabajadores y poco heroicos, cuya mayor hazaña es continuar en este sinsentido intentando hacer más llevadera una realidad que nos afecta a todos. El trabajo os hará libres… o héroes.