viernes, 28 de febrero de 2020

Reseña: Madre Patria

Javier García-Egocheaga Vergara

Editorial Verbum
Año de publicación: 2017



Esta aventura ha sido interesante desde el inicio hasta el final.

El comienzo se me hizo lento debido, principalmente, a un gran número de símiles y frases descriptivas, llenas de adjetivos decorativos. Sin embargo, conforme la historia transcurría, el libro ha ido ganando velocidad, la escritura soltura y la trama ligereza y entretenimiento.
Madre Patria trata la historia compartida de varios personajes. Se narra tanto la trama principal como las historias que han ido llevando al Trasquilao, los García, JB y Cristóbal a compartir un viaje cargado de pasión, dramas y continuas locuras.
El personaje más interesante, a mi parecer, es JB. La infancia de este joven y apuesto marinero es un escenario inhóspito, cercano a la leyenda. Su desarrollo solitario se convierte en una historia de supervivencia individual y de creciente amor por el mar. Esto se puede contraponer a la historia de los García, si bien estos comparten la pérdida de su familia con los otros integrantes de la novela, recurren al camino fácil en vez de labrarse un futuro que les lleve a sentir pasión por algo que no sea el dinero, el cual, una vez lo acarician, siempre acaba escapándoseles de las manos como llegó, por arriesgadas ideas de Francisco. Este, por cierto, se caracteriza por ser cruel, obsesivo, maltratador y muy misógino. El Zapatillas y su antepasado, Don Gregorio, son dos personajes irrelevantes a los que se dedican, desde mi punto de vista, demasiadas páginas para su trascendencia real.



El espacio dedicado al Trasquilao me ha dejado un sabor de boca amargo. No entiendo muy bien cómo pasa a ser un hombre tan acaudalado. Comprendo que tenía una red, incluso una mafia, de niños mendicantes, pero no se dejaba entrever al principio de la novela que estuviera amasando con ello una colosal fortuna que le permitiría cambiar toda su existencia cuando le viniera en gana.



Rocío, por otra parte, es un personaje que podría haber tenido mayor peso, a mi parecer, y cuya historia queda reducida al de ser una prostituta que esperaba el regreso de JB pero que asume su muerte. Esto me lleva a plantearme una duda, pues no sé si el autor durante la obra está criticando el papel al que queda relegada la mujer en la sociedad y la objetivación que hacen los hombres (sobre todo estos personajes que se mueven por los estratos más bajos de la sociedad), o si, realmente, tiene la visión de que las mujeres son: esposas apaleadas y desdichadas, viudas, madres muertas y prostitutas. La realidad es que tenía dos o tres personajes femeninos con posibilidades de ser desarrollados con más fuerza y han quedado relegados a un segundo plano, el que más Rocío.



En resumen, es un libro que me ha parecido entretenido. Es muy fácil de leer a pesar de ese inicio más lento (de hecho he tardado menos de un día en leerlo). Sus 223 páginas se hacen bastante amenas, aunque el final me parezca bastante absurdo y me haga replantearme si toda la novela no juega un poco a presentar situaciones demasiado absurdas para dar cuenta del sinsentido de la vida. Javier García-Egocheava sabe ambientar de forma admirable (el Caribe aparece tanto en su faceta idílica como descrito con una atrayente realidad que no oculta las zonas más oscuras del mismo), crear personajes interesantes y jugar perfectamente con un dominio de la historia y los ideales que todos llegamos a hacer sobre determinados lugares, como les pasa a los protagonistas de su libro con España, la Madre Patria que no será como ellos esperaban.

Gracias a Babelio y su apartado Masa Crítica por confiar en mí para realizar esta reseña del libro.

lunes, 24 de febrero de 2020

Anónima.

Se fue a estudiar con dieciocho años a Salamanca. Era la primera vez que salía de su casa, dejando a sus padres y a sus hermanas, y lo hacía sola y sin conocer a nadie en la que sería su nueva ciudad. La familia no tenía dinero suficiente como para poder ir a visitarla, ella disponía de unas trescientas pesetas al mes para pagar el alquiler, los gastos y la comida. Los primeros días fueron tristes y largos, aunque era madura para su edad no podía evitar sentir miedo ante la perspectiva de la soledad. Había tomado su decisión de ir a estudiar con firmeza; se labraría un buen futuro para ayudar a su familia. Sus hermanas no se verían obligadas a trabajar durante el curso, como había tenido que hacer ella, para poder pagarse la universidad. 

En sus largos paseos para conocer la ciudad fue perdiendo parte de esa inseguridad que la había poseído en sus primeros días. La rutina de las clases también ayudó a estabilizar sus sentimientos, permitiéndole volcarse en el trabajo para olvidar la intrusiva tristeza que aún la perseguía. Los días se convirtieron en semanas; la velocidad aumentó, el roce convirtió a los compañeros en amigos, a las calles en caminos familiares, a la fría ciudad en un pequeño refugio. 
Así mismo, en aquel lugar que tan desconocido y aterrador se le había llegado a presentar cuando llegó, fue encontrando su pasión. Siempre le habían atraído los libros. De pequeña creaba historias que representaba con sus hermanas. La sala se convertía en un pequeño teatro donde las actrices daban vida a los personajes creados por su imaginación. Reutilizaban sus vestidos, cogían ramas en el parque de al lado de la casa para crear espadas, flautas o varitas mágicas. Las flores recién recolectadas volaban hacia el público de forma precisa e inesperada, convirtiendo la pequeña representación en un espectáculo maravilloso. Toda esa alegría que le generaba imaginar historias la encontraba ahora al enseñar, algo que le parecía muy parecido a lo que hacía de pequeña cuando les explicaba a sus hermanas sus personajes, el carácter que tenía cada uno, cómo debían comportarse, etcétera. Sus amigos le pedían que les contara lo que estaban dando, a ella le servía para estudiar y al resto para enterarse de lo que había ocurrido. Se sentaban a su alrededor en la cafetería, justo al acabar las clases o justo antes de empezarlas, para escucharla explicar cada detalle. Su pasión daba rienda suelta al diálogo, inventaba ejemplos con los que aclarar la física aristotélica o la fenomenología de Husserl. Cuando hablaba, el espíritu de un viejo filósofo que había enseñado en esas mismas paredes parecía poseerla y todos escuchan atentos.

Su constancia e inteligencia la llevó a brillar en la universidad. Tanto es así que, acabando el último curso, le propusieron quedarse como doctorando. Había ansiado ese momento con todo su corazón, pasó varias noches en vela dándole vueltas a qué debía hacer. Por un lado, era una de las ilusiones de su vida, convertirse en profesora en la universidad, disponer de un renombre, escribir libros, ensayos y artículos que la catapultarían a la fama, recibir el reconocimiento de unos alumnos entusiasmados con su materia. Sin embargo, otra parte de sí se resistía a esta posibilidad ideal. La situaba en la tierra. Serían otros tres o cuatro años más en los que su familia tendría que sacrificarse para poder ayudarla a estudiar, su hermana pequeña empezaba el instituto y las dos medianas estaban a punto de acceder a la universidad. No sería justo privarlas de una oportunidad que ella tanto había disfrutado por su egoísta pretensión de llegar a ser alguien importante en su disciplina.
Esto la desanimaba y enfurecía. No entendía por qué ella, que se había esforzado durante años para llegar hasta ahí, tenía ahora ese dilema. Se encontró de cara con la dureza de la libertad y con la incertidumbre como el único camino seguro.
Decidió rechazar el doctorado. Regresó a su casa y durante un año entero estuvo preparándose para ser profesora de secundaria. Podría enseñar, aunque quizá no llegaría a ser alguien conocida, ¿qué más daba? Y, lo principal para ella, podría ayudar a su familia mientras. 

Después de un primer fracaso estrepitoso en las oposiciones que le hizo darse de bruces contra la realidad, su padre la obligó a presentarse una segunda vez. Consiguió plaza para un pequeño pueblo, alejado de su familia de nuevo. Cada mes mandaba la mitad de su sueldo a casa, sus hermanas habían podido acceder sin problemas a la universidad gracias a los ingresos extras que ella aportaba. 
Al cabo de unos años, se dio cuenta de que había subestimado la importancia de su labor. Tal vez nadie la recordaría dentro de cien años, pero sí era muy necesaria como docente en esos pequeños pueblos donde la única chispa de pensamiento crítico que desarrollarían esos niños y niñas la encendería su profesora de filosofía. Se desvivía en su labor. Tras una serie de destinos se pudo asentar cerca de su familia, fue entonces cuando perdió a su padre y tuvo que estar más implicada en el cuidado y mantenimiento de su hogar. Las pequeñas se hacían mayores y ella se convirtió en su referente y apoyo. La vejez siguió a la madurez y los años fueron pasando con un ritmo impreciso. 
Se acercaba la fecha de su jubilación. No había publicado grandes libros, ni había sido entrevistada por sus logros. Sin embargo, varias generaciones la recordarían siempre como aquella persona que les enseñó a pensar y construir su libertad. En sus clases se habían gestado abogadas, ingenieras, médicos y maestros, biólogos y veterinarias, filólogos, físicas y sí, también algún que otro filósofo. No sé si su nombre hubiera sido recordado en la historia si su decisión hubiera sido la de quedarse en la universidad, lo único que puedo decir es que ella, para mí, no es anónima, es una heroína y se llama Teresa.
La creación de la vida.  

El cansancio acumulado durante meses la invadió de golpe. Su enorme labor había comenzado fruto de la rabia y con la desesperación como motor. Pero, ahora que había llegado a su fin, la satisfacción y la alegría se sobreponían al odio inicial. Volvió el apetito y el color a su rostro, las risas tímidas y cansadas fueron recuperando su sonoridad, la alegría llenó otra vez cada calle que cruzaba. El antiguo secreto de la creación de la vida, ese acto privilegiado y reservado únicamente a la divinidad, había sido encontrado por aquella mortal en lo más hondo de sí misma. 

La primera etapa la dedicó a descubrir. Observaba cada rincón, rebuscaba entre sus recuerdos, se tiraba horas ante el espejo, analizando aquel rostro impropio que nunca le había pertenecido. Se familiarizó con las expresiones. Los surcos de las arrugas se convirtieron en caminos de recorrido habitual. Sabía la profundidad de la pupila y distinguía la tonalidad azul del iris del color de otros ojos. Pero no encontraba la propiedad de esas facciones y pensamientos . 

Fue la segunda una etapa de destrucción. Acabó con todo aquello que consideraba intruso. Segó el miedo a sentir su cuerpo, a bailar poseída por Dioniso y a mirar al frente. Desafiaba cada estereotipo, cada presupuesto construido sobre esa identidad que, supuestamente, era la suya. 
Finalmente, encontró el fuego que Prometeo había robado a los dioses después de buscar sin descanso. Lo encontró en lo más oscuro de la cueva, donde titilaba en una vela casi consumida. Pasó meses alimentándolo y protegiéndolo. Lo había encontrado y no podía permitir que se extinguiera. Cuando fue lo bastante vivo, lo utilizó para prender una antorcha con la que salió de la oscura caverna. El camino era escarpado y realmente tenebroso. La luz de la antorcha iluminaba el camino, pero en algunos rincones sucumbía a la espesa negrura. Ella continuó incansable, sentía cómo con cada paso construía su libertad. 

El mismo día que salió de la cueva se encontró. El fuego se extendió por su cuerpo, revitalizando todo su ser. Después de toda una vida esclava en una relación de maltrato, Ella, Alicia, había desvelado su verdad. Nadie más la construiría, no contendría sus sentimientos de felicidad, no secaría más lágrimas de dolor, no se sentiría nunca más despojada de sí misma. 
Se convirtió en su propia heroína, creó su propia vida desde la muerte y la violencia. Creadora y Criatura se habían fusionado para escribir un nuevo comienzo libre y sin miedo.

Historias de #Heroínas, concurso Zenda.