lunes, 24 de febrero de 2020

Anónima.

Se fue a estudiar con dieciocho años a Salamanca. Era la primera vez que salía de su casa, dejando a sus padres y a sus hermanas, y lo hacía sola y sin conocer a nadie en la que sería su nueva ciudad. La familia no tenía dinero suficiente como para poder ir a visitarla, ella disponía de unas trescientas pesetas al mes para pagar el alquiler, los gastos y la comida. Los primeros días fueron tristes y largos, aunque era madura para su edad no podía evitar sentir miedo ante la perspectiva de la soledad. Había tomado su decisión de ir a estudiar con firmeza; se labraría un buen futuro para ayudar a su familia. Sus hermanas no se verían obligadas a trabajar durante el curso, como había tenido que hacer ella, para poder pagarse la universidad. 

En sus largos paseos para conocer la ciudad fue perdiendo parte de esa inseguridad que la había poseído en sus primeros días. La rutina de las clases también ayudó a estabilizar sus sentimientos, permitiéndole volcarse en el trabajo para olvidar la intrusiva tristeza que aún la perseguía. Los días se convirtieron en semanas; la velocidad aumentó, el roce convirtió a los compañeros en amigos, a las calles en caminos familiares, a la fría ciudad en un pequeño refugio. 
Así mismo, en aquel lugar que tan desconocido y aterrador se le había llegado a presentar cuando llegó, fue encontrando su pasión. Siempre le habían atraído los libros. De pequeña creaba historias que representaba con sus hermanas. La sala se convertía en un pequeño teatro donde las actrices daban vida a los personajes creados por su imaginación. Reutilizaban sus vestidos, cogían ramas en el parque de al lado de la casa para crear espadas, flautas o varitas mágicas. Las flores recién recolectadas volaban hacia el público de forma precisa e inesperada, convirtiendo la pequeña representación en un espectáculo maravilloso. Toda esa alegría que le generaba imaginar historias la encontraba ahora al enseñar, algo que le parecía muy parecido a lo que hacía de pequeña cuando les explicaba a sus hermanas sus personajes, el carácter que tenía cada uno, cómo debían comportarse, etcétera. Sus amigos le pedían que les contara lo que estaban dando, a ella le servía para estudiar y al resto para enterarse de lo que había ocurrido. Se sentaban a su alrededor en la cafetería, justo al acabar las clases o justo antes de empezarlas, para escucharla explicar cada detalle. Su pasión daba rienda suelta al diálogo, inventaba ejemplos con los que aclarar la física aristotélica o la fenomenología de Husserl. Cuando hablaba, el espíritu de un viejo filósofo que había enseñado en esas mismas paredes parecía poseerla y todos escuchan atentos.

Su constancia e inteligencia la llevó a brillar en la universidad. Tanto es así que, acabando el último curso, le propusieron quedarse como doctorando. Había ansiado ese momento con todo su corazón, pasó varias noches en vela dándole vueltas a qué debía hacer. Por un lado, era una de las ilusiones de su vida, convertirse en profesora en la universidad, disponer de un renombre, escribir libros, ensayos y artículos que la catapultarían a la fama, recibir el reconocimiento de unos alumnos entusiasmados con su materia. Sin embargo, otra parte de sí se resistía a esta posibilidad ideal. La situaba en la tierra. Serían otros tres o cuatro años más en los que su familia tendría que sacrificarse para poder ayudarla a estudiar, su hermana pequeña empezaba el instituto y las dos medianas estaban a punto de acceder a la universidad. No sería justo privarlas de una oportunidad que ella tanto había disfrutado por su egoísta pretensión de llegar a ser alguien importante en su disciplina.
Esto la desanimaba y enfurecía. No entendía por qué ella, que se había esforzado durante años para llegar hasta ahí, tenía ahora ese dilema. Se encontró de cara con la dureza de la libertad y con la incertidumbre como el único camino seguro.
Decidió rechazar el doctorado. Regresó a su casa y durante un año entero estuvo preparándose para ser profesora de secundaria. Podría enseñar, aunque quizá no llegaría a ser alguien conocida, ¿qué más daba? Y, lo principal para ella, podría ayudar a su familia mientras. 

Después de un primer fracaso estrepitoso en las oposiciones que le hizo darse de bruces contra la realidad, su padre la obligó a presentarse una segunda vez. Consiguió plaza para un pequeño pueblo, alejado de su familia de nuevo. Cada mes mandaba la mitad de su sueldo a casa, sus hermanas habían podido acceder sin problemas a la universidad gracias a los ingresos extras que ella aportaba. 
Al cabo de unos años, se dio cuenta de que había subestimado la importancia de su labor. Tal vez nadie la recordaría dentro de cien años, pero sí era muy necesaria como docente en esos pequeños pueblos donde la única chispa de pensamiento crítico que desarrollarían esos niños y niñas la encendería su profesora de filosofía. Se desvivía en su labor. Tras una serie de destinos se pudo asentar cerca de su familia, fue entonces cuando perdió a su padre y tuvo que estar más implicada en el cuidado y mantenimiento de su hogar. Las pequeñas se hacían mayores y ella se convirtió en su referente y apoyo. La vejez siguió a la madurez y los años fueron pasando con un ritmo impreciso. 
Se acercaba la fecha de su jubilación. No había publicado grandes libros, ni había sido entrevistada por sus logros. Sin embargo, varias generaciones la recordarían siempre como aquella persona que les enseñó a pensar y construir su libertad. En sus clases se habían gestado abogadas, ingenieras, médicos y maestros, biólogos y veterinarias, filólogos, físicas y sí, también algún que otro filósofo. No sé si su nombre hubiera sido recordado en la historia si su decisión hubiera sido la de quedarse en la universidad, lo único que puedo decir es que ella, para mí, no es anónima, es una heroína y se llama Teresa.

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